El Juez Ricardo M. Urbina del Tribunal del Distrito de Columbia en los Estados Unidos ha condenado a un ex alto ejecutivo farmacéutico a escribir un libro. Andrew G. Bodnar, Vicepresidente de Bristol-Myers Squibb, se había declarado culpable de hacer una declaración falsa al gobierno federal. El juez lo ha condenado a permanecer dos años en libertad vigilada en el transcurso de los cuales deberá escribir un libro reflexionando y explicando su experiencia, además de pagar una multa de cinco mil dólares. El juez pretende que la obra sea una advertencia para los demás altos ejecutivos.
Aunque su propio abogado ha declarado que nunca había visto una sentencia que condenara a escribir un libro ni nada parecido, lo cierto es que el mismo juez había condenado con anterioridad a otra persona a realizar un trabajo monográfico que después debía repartir. En España, el caso más cercano es el del famoso juez de menores de Granada, cuyo libro, Mis sentencias ejemplares, ha comentado Bartolomé recientemente en nuestro Club de Críticos.
A pesar de que siempre hemos visto con malos ojos que se recurra en la enseñanza a la lectura y la escritura como un castigo, lo cierto es que fuera de ella -no sé si llamarlo mundo laboral o mundo real- parece buena idea -y dentro, también a veces-. Escribir y leer ayudan a reflexionar sobre los demás y sobre uno mismo, así que no resulta una mala condena, sino para nosotros -y para el que está en la cárcel probablemente también- más bien una dulce condena, una suave reclusión interior.
Lejos también queda este libro obligado de aquellos libros que el propio reo escribe. Hay casos de todo tipo, desde el que escribe para purgar, el que lo hace para protestar, justificar... -basta recordar Camina o revienta de Eleuterio Sánchez- y quienes simplemente se dejan llevar por el afán de lucro de la fama y son capaces de relatar sus propios crímenes, como Dionisio Rodríguez, El Dioni, en Palabra de ladrón -como también los hay que lo hicieron a partir de los crímenes de los demás, como Capote en A sangre fría- o acusando como en el caso de Maddie ha hecho el comisario Amaral.
También esta sentencia recuerda que la enseñanza no acaba nunca y que ser obligado a escribir como si fuera un ejercicio escolar es un adecuado recordatorio de que todavía debe aprender muchas cosas en la vida quien se cree tan superior como para infringir la ley .
No sólo habría que condenar a Bart Simpson a escribir cien veces una frase. Copiados, dictados y toda clase de tareas serían buen castigo para los desaprensivos que en su actitud pretenciosa creen dominarlo todo. Naturalmente, los culpables deberán cumplir con la gravedad de su pena, pero además, condenarlos a escribir no les vendría mal: esta sentencia pone de manifiesto el servicio que la escritura presta. Ya hablamos hace tiempo de cómo escribir podía adelgazar -y también leer-, y no porque consuma calorías, sino porque hace consciente a la persona de lo que come exactamente, como se vio en los seguidores de una dieta que escribían un diario y que adelgazaban más rápidamente que los que no lo hacían.
Los beneficios de la lectura y de la escritura están por explotar en todas las dimensiones de la vida, sea voluntaria u obligatoriamente, que la obligación ya hemos dicho es un dulce yugo en este caso.
Muchas figuras se han buscado para representar lo que es escribir, fundamentalmente, que escribir es una manera de conquistar, de hacer que te quieran; hoy descubrimos que la sentencia de este juez nos ilumina una nueva función derivada, porque al fin y al cabo, escribir es una forma de pedir perdón (y tal vez por eso los políticos escriben sus memorias al dejar el cargo).
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